En el lugar menos esperado (un manual de análisis del discurso) me encontré con una de las mejores descripciones de la experiencia cinéfila, en este caso por parte de un jefe samoano que visitó Europa en 1929.
"¡Los locales de la pseudovida! No es fácil describiros un sitio semejante, esa especie de lugar que el hombre blanco llama cine; describirlo de tal modo que os dé una imagen clara. En la comunidad de cada pueblo, por toda Europa, tienen como un misterioso lugar que casi hace soñar a los niños y llena sus cabezas de deseos ardientes.
El cine es una gran choza, mayor que la más enorme de las cabañas de un jefe de Upolu; sí, mucho, mucho más grande. Allí está oscuro, incluso durante el día, tan oscuro que nadie puede reconocer a su vecino. Cuando llegas te quedas cegado y cuando lo dejas lo estás aún más. La gente anda de puntillas en el interior, buscando, tanteando el camino a lo largo de la pared, hasta que una doncella viene con una centella de luz en su mano y les conduce a un lugar que está todavía sin ocupar. Hay allí un Papagali estrechamente próximo a otro, sin verse los unos a los otros, en una habitación oscura del todo y llena de gente silenciosa. Los presentes se sientan en unos tablones estrechos que están frente a una singular pared.
De la parte más baja de la pared se levantan un zumbido y un fragor fuerte, como si emergiera de un hondo barranco, y cuando vuestros ojos se han acostumbrado ya a la oscuridad, puedes ver un Papagali luchando con una caja. Él golpea con sus manos, con los dedos extendidos sobre las numerosas, pequeñas lenguas blancas y negras, que gritan cuando son golpeadas, cada una con su propia voz, dando como resultado los salvajes y alborotadores ruidos de una riña de pueblo.
Una confusión así tiene que narcotizar y engañar a nuestros sentidos, de modo que creamos las cosas que veamos y no dudemos de la realidad de las cosas que están sucediendo. Justo enfrente de nosotros un haz de luz golpea la pared como si la luna llena brillara sobre ella,, y en ese resplandor va apareciendo gente; gente real, que se parece y viste como un Papalagi normal. Se mueven y caminan, se ríen y saltan exactamente igual a como lo hacen por toda Europa. Es como la luna reflejándose en una laguna. Podéis ver la luna, pero en realidad no está allí. Así es como sucede con esas imágenes. La gente mueve sus labios y juraríais que está hablando, pero no puedes oír ni una sílaba. No importa cuán atentamente escuches, y esto es horrible. No puedes oír ni una palabra. Es ésa probablemente la razón por la que el Papalagi golpea en la caja como lo hace. Por eso aparecen de vez en cuando letras en la pantalla, letras que enseñan lo que el Papalagi acaba de decir o va a decir.
Pero aún esa gente son pseudogente y no son reales. Si intentarais agarrarlos, comprobaríais que están completamente hechos de luz y es imposible ponerles la mano encima. La única razón para su existencia reside en que muestran al Papalagi su propia alegría y tristeza, su necesidad y debilidad. De ese modo el Papalagi puede ver de cerca a los más bellos hombres y mujeres. Pueden ser silenciosos, pero él todavía puede ver sus movimientos y la luz en sus ojos, puede imaginar que le miran y hablan con él". (Tuiavii de Tiavea -jefe samoano-, Los papalagi (Los hombres blancos), Integral, 1981, editado por E. Scheurmann en 1929)
"¡Los locales de la pseudovida! No es fácil describiros un sitio semejante, esa especie de lugar que el hombre blanco llama cine; describirlo de tal modo que os dé una imagen clara. En la comunidad de cada pueblo, por toda Europa, tienen como un misterioso lugar que casi hace soñar a los niños y llena sus cabezas de deseos ardientes.
El cine es una gran choza, mayor que la más enorme de las cabañas de un jefe de Upolu; sí, mucho, mucho más grande. Allí está oscuro, incluso durante el día, tan oscuro que nadie puede reconocer a su vecino. Cuando llegas te quedas cegado y cuando lo dejas lo estás aún más. La gente anda de puntillas en el interior, buscando, tanteando el camino a lo largo de la pared, hasta que una doncella viene con una centella de luz en su mano y les conduce a un lugar que está todavía sin ocupar. Hay allí un Papagali estrechamente próximo a otro, sin verse los unos a los otros, en una habitación oscura del todo y llena de gente silenciosa. Los presentes se sientan en unos tablones estrechos que están frente a una singular pared.
De la parte más baja de la pared se levantan un zumbido y un fragor fuerte, como si emergiera de un hondo barranco, y cuando vuestros ojos se han acostumbrado ya a la oscuridad, puedes ver un Papagali luchando con una caja. Él golpea con sus manos, con los dedos extendidos sobre las numerosas, pequeñas lenguas blancas y negras, que gritan cuando son golpeadas, cada una con su propia voz, dando como resultado los salvajes y alborotadores ruidos de una riña de pueblo.
Una confusión así tiene que narcotizar y engañar a nuestros sentidos, de modo que creamos las cosas que veamos y no dudemos de la realidad de las cosas que están sucediendo. Justo enfrente de nosotros un haz de luz golpea la pared como si la luna llena brillara sobre ella,, y en ese resplandor va apareciendo gente; gente real, que se parece y viste como un Papalagi normal. Se mueven y caminan, se ríen y saltan exactamente igual a como lo hacen por toda Europa. Es como la luna reflejándose en una laguna. Podéis ver la luna, pero en realidad no está allí. Así es como sucede con esas imágenes. La gente mueve sus labios y juraríais que está hablando, pero no puedes oír ni una sílaba. No importa cuán atentamente escuches, y esto es horrible. No puedes oír ni una palabra. Es ésa probablemente la razón por la que el Papalagi golpea en la caja como lo hace. Por eso aparecen de vez en cuando letras en la pantalla, letras que enseñan lo que el Papalagi acaba de decir o va a decir.
Pero aún esa gente son pseudogente y no son reales. Si intentarais agarrarlos, comprobaríais que están completamente hechos de luz y es imposible ponerles la mano encima. La única razón para su existencia reside en que muestran al Papalagi su propia alegría y tristeza, su necesidad y debilidad. De ese modo el Papalagi puede ver de cerca a los más bellos hombres y mujeres. Pueden ser silenciosos, pero él todavía puede ver sus movimientos y la luz en sus ojos, puede imaginar que le miran y hablan con él". (Tuiavii de Tiavea -jefe samoano-, Los papalagi (Los hombres blancos), Integral, 1981, editado por E. Scheurmann en 1929)